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Por Ángel Padilla
Yo, animal - RSS

Me encontré Antonio y se lo dije

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    Me encontré Antonio y se lo dije- (foto 1)

    Tomás, como quedamos, en cuanto me crucé con Antonio por el pueblo le dije lo que habíamos hablado.
    Él reaccionó mal, como pensamos que haría.

    Pero lo más preocupante no es eso, sino lo que ocurrió después.

    Madre mía.

    O sea, Tomás, tú no te preocupes, que yo le transmití lo que pensamos los dos sobre el asunto al pie de la letra, ahí no hubo fallo. Lo que te voy a contar que pasó ni sé si tuvo que ver con la conversación que tuve con él o por otros factores. De cualquier forma, no me preocupa demasiado si tiene o no que ver que yo le dijera lo que merecía, y desde hace tiempo, oír. Pero como sabes que soy persona seria y que no me gusta dejar cabos sueltos en las cosas hechas, y por si luego más tarde te cuentan lo que ocurrió con Antonio, y de aquellas maneras, quiero que lo sepas por mí, no porque el relato que haré de ello sea exhaustivo y cerrado y completo, sino para que tengas algo, algo de inicio, y algo verdadero.

    Apresuradamente quiero dejar registrado que me quedé muy a gusto, cuando terminé de hablarle y decirle todo, sentí como si me quitase un gran peso de encima. Chico, sí que es cierto que hablar las cosas es una cura, sobre todo funciona como cura verbalizar lo que se piensa y masculla hace mucho tiempo. En el caso de lo de Antonio, llevamos con esto ¿cuántos años? Creo que diez, al menos.

    Si no hemos esperado tiempo, si no hemos sido comprensivos y pacientes e incluso buenos amigos (que los amigos están tanto para lo bueno como para lo malo), que lo diga dios, hijo.

    Mientras yo le decía todo, todo lo que merecía escuchar, él atendía quieto, no movía ni las manos. Los brazos le colgaban a ambos lados como los de un muñeco en unos grandes almacenes. Incluso los ojos parecían de plástico, me miraba pero perdían brillo. Eso es lo único que capté de presunta conmoción en él al escuchar lo que de tu parte y la mía le dije: que sus pupilas parecían perder vida, seguían brillando, incluso más, parecían las bolas que por ojos les ponen a los muñecos. Pero no tenían profundidad, no parecía haber alguien tras ellos.

    Y yo no me sentía mal por ello. Yo pensaba: tú te lo buscaste, tú generaste todo este desastre y ahora te harás el ofendido, el cariacontecido.

    Dirás que exagero, y que hago literatura (creo oírte expresar eso mientras lees este whatsapp), pero no miento ni literaturizo en absoluto. Esto, tal lo cuento, es exacto como pasó.

    Y te escuchó pensar que gané varios premios de literatura en el instituto al que fuimos juntos y luego alguno más enviando yo, a los años, por libre, algún poema a algún concurso, o algún cuento. Incluso bien sabes que tengo entre manos una novela, que creo que nunca terminaré, pero me gusta saber que estoy en ella, es como tener un mundo B, nada más, ya te lo dije una vez.

    Pero Tomás, sigo con la cosa de lo de Antonio, que nos perdemos. Yo ya estaba en casa, ese mismo día en que sobre las diez y media de la mañana y muy cerca de la fuente de angelitos del parque enmohecidos y que orinan por la picha agua, le dije lo convenido. Si te dijera que vi más palomas de las que suele haber allí, ¡como tres veces más! Todo era como algo distinto, y sigo sin literaturizar. Ese parque, además, es muy transitado, pero cuando comencé a decirle a Antonio las verdades del barquero, me costó captarlo, pero al final vi, y hasta que nos despedimos, que más allá de él y yo en la gran plaza de María Asunción Vaqueiros no había un alma, chico, sólo palomas. Nos rodeaban tantas, y tan blancas, en uno de los momentos, que era como si yo y Antonio estuviéramos de pie encima de un gigante colchón, contándonos eso. O en una nube. Vaya.

    Pero aquí viene la segunda parte de todo. Lo importante.

    Como te dije al inicio de este relato de los hechos, lo decisivo y relevante es lo que ocurrió después.

    Chico, ¡qué mal se lo tomó! ¡Mira que esto lo hablamos! ¿Recuerdas? Cómo diablos se tomaría el asunto cuando yo se lo trasladase, y barajamos distintos escenarios, muy diversos todos. Pero el que se produjo ni por asomo lo invocamos ni imaginamos. ¡Cómo engaña la mente, muchacho! Él, a mi discurso sosegado, ponderado y amistoso, sobre los hechos, lo único que dijo al final de todo y cuando comprendió, a unos tres o cuatro segundos de silencio de yo haber terminado mi diatriba, fue un “sí”, con el que agachó la cabeza mínimamente. Y se marchó sin decir adiós ni nos veremos en diciembre o para las hogueras de San Juan, fue raro, hombre, eso sí fue raro. Pero Antonio ya sabes que tampoco es que sea el tipo más normal de nuestro grupo.

    Pues mira: yo estaba con Flora en el balcón pasando la tarde, hacía fresquito. Nuestros nietos jugaban abajo con nuestros hijos; sabes que este julio e incluso agosto estarán mi Toñi y su marido y mis dos nietos además de mi Pedro y su hijo por aquí, este lugar hace más soportable el verano y por eso vienen. Adela comía pipas y las cáscaras las iba depositando en un cenicerito, a mi lado. Estábamos felices. Yo no le había dicho nada de lo de Antonio; no es que no tenga confianza con ella, es que no quería ni preocuparla ni llenarle la cabeza con tonterías de las mías. Adela ha pasado mucho y creo que he de protegerla. Entonces vimos pasar una ambulancia a toda velocidad por la calle de abajo y en dirección, se me encogió el estómago, hacia el caserío de Antonio. La sirena, no literaturizo, parecía que lloraba, lo juro por dios. Debió ser tanto el cambio corporal en mí que Adela me preguntó si me ocurría algo. Yo disimulé, tenía la sangre helada y el corazón me iba a mil.

    Todo ocurrió muy rápido. Porque el teléfono sonaba en el comedor y mi mujer entró a cogerlo. Habló algo. Primero con fuerza y luego descendió el tono de voz y parecía hablar con pena, susurraba casi. Yo estaba que no podía más. Pero algo me decía que debía disimular y no entrar al comedor. Mis nietos entonces jugaban a tirarse una pelota desde un lado de un pequeño muro mohoso y traspasado por las plantas al otro lado. La tarde no podía ser más bonita en el exterior.

    Mi mujer colgó el teléfono sin yo haber tenido noción de que se despidiera formalmente de aquella persona con la que habló, y es que al final hablaba como digo muy bajito, y me dijo: lo siento mucho, cariño; es sobre tu amigo Antonio... me dicen que acaba de morir... Lo siento.

    Cuando eso dijo, la miré sin saber qué emoción mostrar, por dentro estaba absolutamente descontrolado, las manos me temblaban y ni me había dado cuenta, las pupilas me iban de un lado al otro, agarré la barra metálica del balcón, preguntándole con voz sin hálito cómo fue, que qué pasó. Y creo que mi mujer me dijo que se lo había contado un conocido común, que vivía al lado de Antonio, que directamente se había este tirado desde la azotea a la calle, y que había muerto sin duda ninguna. Le contó ese conocido común en directo cómo veía que se llevaba la ambulancia del Samu el cuerpo inerte de Antonio hacia el hospital, seguramente intentando la reanimación sin conseguir nada porque ya era éxitus. No merece la pena entrar en detalles, pero que yo sepa los suicidas no se tiran en posición como de pie, sino girando o de cabeza. Antonio se dejó caer de pie, y se destrozó primero todos los huesos de las piernas y luego ya puedes imaginar.

    A las horas en todo el barrio se sabía y el telediario de la noche, ya lo sabes, dio la noticia. Antonio había muerto, se había suicidado lanzándose como un poseso desde un piso cuarto (su edificio es muy amplio y alto, un cuarto allí equivale a una planta sexta).

    Así que ni creas que estuve cerca del lugar cuando esto ocurrió ni que sabía algo del asunto antes que nadie o que Antonio me dijo algo más allá, después, de lo que hablamos por la mañana. Todo fue, en mi vivencia del hecho, la conversación que tuve con él (bueno, lo que le dije, pues ya te comenté que él apenas habló) y en la tarde su autólisis terrible.

    Tú me llamaste por la noche y ahora es la mañana del día siguiente. Tú andas por la capital y te llega la información a cuajarones y no sabes bien sobre el suceso. Sepas que sabes lo mismo que yo, que es muy poco. El velatorio y el entierro se realizará mañana, habrá una misa para todos sus amigos y familiares en la Iglesia de Nuestra Señora de Granada.

    Que no, y no le des vueltas. Será por otra cosa seguro. Yo no quiero darle vueltas, aunque sea imposible, pues es humano, a si tuvo que ver lo que le dije de parte de los dos a Antonio la misma mañana que se lanzó hacia el asfalto desde una altura de más de veinte metros, perdiendo en el acto la vida.

    Algo de problemas tendría, a saber, pobre hombre.

    Pero es que no podíamos, respecto a lo que convenimos que le diría, aguantar más tiempo.

    Porque ya era el juntarnos cada dos o tres semanas a jugar al tute y no se podía soportar la cosa si no se enmendaba.

    Con Antonio jugábamos al tute y en ocasiones íbamos al cine. Y ese olor de pies que padecía debía repararlo, porque eso no lo aguantaba ni un camello.

    Ni los demás ni tú os ofrecisteis ni tuvisteis valor para decírselo. Yo os dije que no se me caían los anillos ni creía que sería malo decírselo, así que asumí ser portavoz del equipo.

    Y se lo dije, con el mayor de los respetos. Creo me dijiste estarás para la misa. Ese mismo día hay una partida de tute. A las siete, como siempre. No sé si irás o qué o te vuelves. Ya me cuentas. Te dejo que tengo que tender la ropa, que Adela se ha dejado la palangana en el balcón sin tenderla, tiene la cabeza loca, está ayudando mucho en las tareas de entierro de nuestro amigo común. No le diré nada. No se me caen los anillos por tender la ropa. Además, el suavizante que usa ahora para el lavado me gusta mucho, es fresquísimo, y es barato, el de la marca blanca.

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